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Crítica de A Million Ways to Die in the West (2014): MacFarlane muerde el polvo

El polifacético Seth MacFarlane vuelve al cine, decepcionando, con su segunda película como director.

Protagonizada por él mismo, la guapísima Charlize Theron y Liam Neeson, A Million Ways to Die in the West (Mil maneras de morder el polvo, en España) es una del oeste americano que, irónicamente, al intentar parodiar algunos tópicos del género, los acoge bajo el ala e ¿inconscientemente? los hace suyos para contar una típica y deslucida historia de amor y antihéroes.

Albert (Seth MacFarlane), perdedor elevado a la enésima potencia, entra en depresión cuando su amada Louise (Amanda Seyfried, como si no estuviera) se da cuenta de que ya no lo quiere. Es mal pistolero, vago, pésimo criador de ovejas y bastante pusilánime para la vida en el «Far West». Aún así, ve injusto que su chica prefiera dejarlo por alguien con más chicha. Y entonces aparece Anna (Charlize Theron), esposa del peligroso bandido Clinch (Liam Neeson). La mujer tiene todas las cualidades de las que carece Albert, lo enseñará a manejar un arma y a demostrar que es más hombre que cualquiera para que Louise vuelva a su lado. El problema es que el apocado ganadero comenzará a tener sentimientos por Anna.

Algo ha ocurrido con el otrora refrescante humor crudo de Seth MacFarlane para que ya no resulte tan provocador como debiera o quisiera. Después de años escribiendo y poniendo voz para su camorrista serie animada Family Guy –que aún sigue en televisión-, MacFarlane trasladó a la gran pantalla la incorrección política a través de un osito de peluche llamado Ted (2012). La jugada le salió bien; ver a un cariñoso oso de apariencia infantil lanzando dardos en forma de «jódete» o «chúpamela» no dejó indiferente, ni al público ni a la crítica. Con acertados momentos de humor que se movían entre lo extraño y lo hilarante, Ted fue todo un éxito del que ya se está preparando la segunda parte.

Por desgracia, la demasiado-consciente-de-sí-misma nueva jugada en forma de western es una insulsa, larga, repetitiva –no sé cuántas veces dicen «Holy shit!»- y aburrida obra, en mayor parte, llena de lugares comunes (sobre todo para los seguidores de Family Guy o American Dad) y poco imaginativa, no solo en la historia sino también en los toques humorísticos. Esto último, imperdonable, ya que es precisamente la razón y el motivo de que A Million Ways to Die in the West exista. Está claro que su creador ha dejado guardado su mejor ingenio para el futuro, ofreciendo ahora un insuficiente divertimento para espectadores poco exigentes y que parece nacer (se intuye) del sueño de MacFarlane de protagonizar una historia donde se transforme en un héroe y se quede con la chica más guapa. No me digáis que os he destripado el final, porque no me lo creeré.

La película, que no reniega en ningún momento de la influencia de Sillas de montar calientes (Mel Brooks, 1974) para el diseño de ciertos gags, es un compendio de irritantes secuencias escatológicas que podrían haber tenido su gracia realizadas con algo de gusto y salero. Allí donde Brooks era comedido, jugando con todos los elementos de la puesta en escena, MacFarlane introduce su impronta barroca recargada de pedos, mierda y semen con intención de hacer reír…pero sin conseguirlo. Es una pena ver a la gran Sarah Silverman desaprovechada en el papel de prostituta que espera al matrimonio para tener sexo con su pareja (sic) o a Neeson, malo malísimo pero con pocos minutos (atención al incongruente e infantil momento en el que Theron le pone una flor en la raja de su trasero). Al final, cabe preguntarse si la intención del film no es tan solo engranar un vehículo de lucimiento para el productor, guionista, director y actor principal.

Mucho mejor en sus labores de presentador en la gala de los Oscars, el incitador showman alimenta su ego quedándose con la mayoría de tiempo en pantalla pero demostrando su incapacidad para convencer delante de la cámara. En su labor detrás de ella, se recrea con planos de grúa, que parece que se la han regalado para reyes. Hay poco a lo que agarrarse en Mil maneras de morder el polvo, en serio. Solo alguna línea por aquí -ejemplo, el diálogo entre Albert y Anna, en el que llegan a la conclusión de que «el odio mueve montañas«- y otra por allá -el comentario sobre reírse o no en las fotos- permiten que el desastre no sea aún mayor de lo que podría haber sido.

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