Hasta cuatro guionistas han participado en la escritura de Brave. A tenor del resultado final, resulta tan exagerado como los treinta, según cuenta la leyenda, que trabajaron en el guión de Los Picapiedra (1994). Sería absurdo dudar del talento del grupo Pixar a estas alturas, artística y económicamente, y, sin embargo, la película número 12 de la compañía creada por John Lasseter y que Disney compró en 2006 no cumple las expectativas. Por lo menos las expectativas de este que escribe y que tampoco han sido muchas desde que vi por primera vez el trailer de las aventuras de la pelirroja y joven arquera.
Mérida es una princesa de la Escocia celta. Sus padres, como viene siendo habitual en este tipo de historias (incluso no animadas) quieren casarla con el mejor y más valiente muchacho de uno de los tres clanes que compiten por su mano. Ella, como viene siendo habitual en este tipo de historias (incluso las animadas) tiene sangre rebelde y pasa de comprometerse con alguno de esos pretendientes.
Hay que reconocerle a Brave, eso sí, que en vez de enamorar a la protagonista de un chico pobre y sin pedigrí a favor de otro cuento romántico para la generación Twilight (o la generación Hanna Montana) da un giro no del todo esperado y se centra en la relación entre Mérida y su madre Elinor. El padre, el rey Fergus, queda en un segundo plano como un brutote bonachón que se divierte con sus amigotes dándose de hostias unos a otros en plan libros de Asterix: hilarante es el momento en el que, cada vez que empiezan a pelear, los músicos que están alrededor se ponen a tocar las gaitas acompañando la escena.
Entonces el tema es el siguiente: la madre se convierte en oso. Este dato, que en principio tiene la importancia que tiene para hacer avanzar el argumento, nace de uno de los McGuffins más extraños y originales que se han visto en un film y que tiene que ver con una bruja y la petición de una pócima por parte de Mérida para hacer cambiar a su madre. Cambiar de parecer con respecto al matrimonio, claro, es a lo que se refería la niña. Es a partir de ese cambio físico –que actúa como clara metáfora, al menos para el público adulto- cuando Brave muta en un aburrido repaso a algunos tópicos trillados, nada sorprendentes, pero acompañados (al menos) por unos vistosos y melancólicos ‘decorados’. También gusta la estupenda voz de Kelly MacDonald en el papel de Merida, tan dulce como en Boardwalk Empire y más escocesa que en esa magnífica serie (es todo un placer oirle decir «tudii» en vez de «tudei»).
A pesar algunas secuencias de acción, lo cierto es que Brave podría considerarse la película más intimista de Pixar, incluso más que los famosos y lacrimógenos 15 primeros minutos de Up (2009); pocas aristas se veían en esta última, abogando por un mensaje de amor incondicional no del todo creíble pero que sí llegaba directamente al corazón. En lo último de Pixar nada es blanco y negro y se llegan a entender varias posturas a la vez en el leit motiv de la relación entre la chica y su progenitora.
Absolutamente brillantes son las escenas intercaladas de Mérida y Elinor, cada una soltando en un monólogo lo que le diría a la otra si estuvieran cara a cara. Tal vez, como comenta Lili Loofbourow en su magnífico discurso sobre Brave, la valentía del título de la película no se refiere a los actos heterodoxamente heroicos de Mérida sino al valor con el que hay que contar para reconocer nuestros errores, escuchar, ceder cuando es preciso y no acatar tampoco todo lo que nos impongan. Una lectura lógica, visto el final de la historia…pero un mensaje que hay que pagar a un precio muy alto teniendo en cuenta la falta de ritmo y los previsibles pasajes de esta obra dirigida por Mark Andrews, Brenda Chapman y Steve Purcell. Si hablamos de princesas, me sigo quedando con La Sirenita (1989), y si hablamos de Pixar…con esa obra maestra aún no superada y de nombre Los Increíbles (2004).