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Crítica de ‘Florence Foster Jenkins’ (2016): cantar mal con el corazón

No es la primera vez que dos películas de trama similar coinciden en un año, o casi. Ya sea por casualidad o por tácticas comerciales, en la historia del cine tenemos muchos ejemplos de obras gemelas, aunque la calidad final de ambas no suela coincidir. Así, podemos encontrar cintas como Tombstone y Wyatt Earp (1993), o Deep Impact y Armaggedon (1998). Pero a lo que no estamos acostumbrados es a que esto le ocurra al mismo director un par de veces en su filmografía.

Cuando Stephen Frears se dedicaba a lo suyo en 1988 con Las amistades peligrosas, Milos Forman ya preparaba Valmont, su propia versión del clásico literario escrito por Choderlos de Laclos. Ahora, pocos meses después de la película francesa Marguerite (Xavier Giannoli, 2015), Frears estrena Florence Foster Jenkins. Las dos basadas en la que, según dicen, fue la peor cantante de ópera que se recuerda. Cantaba, la escuchaban y hasta llegó a grabar en vinilo. A tenor de las espantosas voces que oímos a menudo en concursos televisivos y que luego consiguen vender CDs, las aventuras de Foster Jenkins no son demasiado sorprendentes.

Años 40, Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), magnífico nombre donde los haya, es una madura millonaria neoyorquina que no desea esperar ni un día más para dar el salto a la ópera. Solo hay un «pequeño» problema: hasta una cabra afónica entona mejor que ella. A su profesor de canto no le interesa ese detalle en absoluto, por supuesto, mientras que el cheque compense la tortura. Y eso lo sabe bien la pareja sentimental de Florence, St Clair Bayfield (Hugh Grant), actor sin mucho prestigio y devoto acompañante que entiende que al público y a la prensa hay que comprarlos en este caso.

Cinematográficamente hablando, lo más interesante de esta comedia dramática son los momentos íntimos, el porqué del caso, el motivo de que una mujer así decida lanzarse a perder toda su dignidad. Es la Ed Wood del mundo de la canción, sin duda. No llegamos a averiguar si se engaña a sí misma aun sabiendo que no tiene talento o si sus ridículos e inconscientes gorgoritos se deben a la enfermedad que sufre, pero Stephen Frears y el guionista Nicholas Martin (debutando en la gran pantalla) aciertan a la hora de enfatizar la pasión de Jenkins por la música, vemos sus lágrimas cuando escucha cantar a una joven ninfa en un concierto y asistimos a su nostálgico recuerdo cuando solía tocar el piano, algo que tuvo que abandonar debido a problemas en una mano. Por otra parte, también vemos cómo el peloteo es máximo alrededor de ella. El humor surge gracias al comportamiento servicial de los acólitos, no solo al de la ricachona cantante.

En cualquier caso, la narración nos deja claro el importantísimo papel de St Clair Bayfield, el único al que le da igual el dinero que tenga…, al menos con el paso del tiempo, ya que ella le sirvió de escape cuando la carrera artística de Bayfield no cuajó. El amor que él le dedica es de agradecimiento, un amor caritativo más que un amor erótico y romántico (inferimos que nunca lo fue), la quiere por su gran corazón, por la sífilis que ella intenta superar desde hace muchos años, por su loco arrebato utópico. Siempre está a su lado para satisfacer los sueños de su amada, y Hugh Grant lo hace de maravilla para que nos emocionemos en varios instantes.

Aparte de contar con un buen ritmo y tratar el tema con delicadeza, sin caer en la brocha gorda, Florence Foster Jenkins es agradable a la vista. Buen diseño de vestuario, fotografía y dirección artística, lo mínimo que se le puede pedir a un producto protagonizado por la enorme (interpretativa y físicamente) Meryl Streep y Hugh Grant, que parece haber nacido para este papel. Geniales los dos, al igual que el tercero en concordia (no discordia), el encantador Simon Helberg, visto en la serie The Big Bang Theory y que se mete en la piel de Cosme McMoon, el fiel pianista de Florence. Una película con estilo, reflexiva y liderada por actores en estado de gracia. Recomendable.

 

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