Dieciséis años después de que Roland Emmerich dirigiera el remake norteamericano del monstruoso y gigante héroe japonés -un remake que cada vez parece estar mejor considerado, visto lo visto en la cartelera de estos últimos meses-, el realizador Gareth Edwards nos trae otra versión de Godzilla. Más lustrosa, más apocalíptica, más imaginativa y más seria…o al menos esto último es lo que se pretendía en un principio.
El resultado, agridulce como pocos después de sus espectaculares trailers, satisfará, eso sí, a aquellos que buscaban un poquito de más solemnidad y menos cachondeo. Este que escribe, que siempre quiere algo más y no entiende la facilidad con la que los guionistas se rinden ante los clichés más lamentables, no paró de pensar en la sala sobre lo que podría haber sido y no fue. Recordemos que entre los guionistas está Frank Darabont, uno de los grandes del cine, pero ni por esas. Godzilla (2014) comienza en el Japón de 1999, cuando el físico nuclear Joe Brody (Bryan Cranston) tiene que asistir a la desafortunada muerte de su esposa por culpa de un terremoto de confusa procedencia. Ya en la actualidad, Joe sigue obsesionado con aquel seísmo y con las nuevas lecturas sísmicas que está investigando. Su hijo, Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson), no comparte la visión del padre y solo pretende olvidar el pasado. Todo cambiará cuando los dos descubran que el gobierno nipón, con el Dr. Ichiro Serizawa (Ken Watanabe) a la cabeza, cuida de un extraño ser en la misma zona donde se produjo la catástrofe quince años atrás. Un bicho volador que despertará y aterrorizará a la humanidad, la cual solo depende de otro animal inmenso…Godzilla.
Si hay algo por la que la película de Gareth Edwards merece alabanzas es precisamente por la labor del director. Poco reprochable ante unas imágenes llenas de energía y criterio. Los primeros veinte minutos toman lo mejor de Spielberg. Lo restante podría haber salido perfectamente de un inspirado Wolfgang Petersen. Hay que recordar que ya la primera película de Edwards, Monsters (2010), hecha con dos duros pero con talento, abordaba la invasión terrestre de grotescas entidades. Por desgracia, el virtuosismo visual (en el que destaco, además, la secuencia en la que los militares se lanzan en paracaídas a la ciudad en ruinas) se ve mermado por un guión mediocre, lleno de lugares comunes y diálogos intranscendentes, empeorados aún más debido a la severidad con la que la mayoría de los actores recitan sus líneas. Contraste incómodo, sí.
Es una pena que a Bryan Cranston, el mejor de la función, no le ofrecieran el protagonismo absoluto y que, en cambio, acudieran a un escandalosamente anodino Aaron Taylor-Johnson. Ken Watanabe tampoco sale bien parado, entrando por la puerta grande en el Top 5 (por decir un número) de interpretaciones cuyo único rictus es el de preocupación. Dos grandes estrellas como Sally Hawkins y Juliette Binoche están, pero como si no estuvieran. El personaje de Hawkins, aparte de ser corto, es insustancial e innecesario. Es la política de Hollywood.
Después de la horrible Pacific Rim (2013), el Godzilla de Edwards apuntaba a ser una nueva gran esperanza americana (sin contar con esa casi obra maestra de 2008 llamada Cloverfield) en lo que respecta al Kaiju. Ni la música del francés Alexandre Desplat ni algunos planos gráciles (como el del perro corriendo mientras le persigue un maremoto o la última y acertada imagen del film) consiguen alzar notablemente una aventura que, en ocasiones, invita al sopor. Lo juro, deseaba que me gustara, pero la ilusión se fue apagando poco a poco con la «ayuda» de, encima, el diseño de Godzilla, el cual contradice esa verosimilitud y realismo a los que tanto se referían los creadores de esta nueva versión. Cierto es que la fidelidad con el cuerpo del regordete monstruo japonés es completa, pero hasta el bicho de Emmerich era más cabal y creíble que el que se encuentra ahora en los cines de todo el mundo.