Matt Damon vuelve a meterse en la piel de Jason Bourne en la quinta parte de la serie iniciada en 2002. Recordemos que hace cuatro años se estrenó The Bourne Legacy, protagonizada por Jeremy Renner, realizada por Tony Gilroy que seguía una historia paralela con otro héroe. Según cuenta la hemeroteca, Damon dijo por aquel entonces que no volvería a hacer de Bourne si no era con Paul Greengrass manejando el cotarro, de ahí la aparición de Renner. Jason Bourne es ya la película más taquillera de la saga.
En las anteriores entregas asistimos a la búsqueda de nuestro ex agente secreto (cuyo verdadero nombre es David Webb) con el objetivo de conocer su pasado, olvidado cuando cayó inconsciente en las aguas del Mediterráneo. Algunas cosas averiguó, como que había sido reclutado por los departamentos más ocultos de la CIA para modificar el comportamiento humano y convertir a soldados en “máquinas” de matar, frías y sin sentimientos. Pero aún hay más.
Jason Bourne comienza en Reikiavik, con la única y fiel amiga de Bourne, Nicky Parsons (Julia Stiles), indagando sobre su colega, el cual malgasta los días luchando a puño descubierto en combates clandestinos. Mucha adrenalina que soltar. Parsons contacta con él para informarle de algo importante: el padre de Bourne, Richard Webb (Gregg Henry), tuvo un papel relevante en la creación del progama Treadstone de la CIA, al que su hijo perteneció. A Parsons, sin embargo, la tienen vigilada desde los servicios secretos, y la intención del director de la CIA, Robert Dewey (Tommy Lee Jones), y la talentosa subordinada Heather Lee (Alicia Vikander) es acabar con ella y Bourne.
Tercera colaboración, por tanto, entre Damon y Greengrass. Vienen fuerte y dándolo todo, especialmente Greengrass, el cual lleva su peculiar estilo fílmico hasta sus últimas consecuencias…con éxito. La cámara se mueve más que nunca y, hete aquí la paradoja, con una extraña claridad a pesar del caos de las secuencias. Un trabajo titánico de edición, planificación y sonido que deja con la boca abierta.
La acción es visceral, «in your face», espectacularidad sin necesidad de interminables efectos digitales. Solo un experto en el suspense visual como el director británico puede salir airoso de algo tan arriesgado. Basta recordar su maestra dirección en United 93 (2007) o Captain Philips (2013), donde sacaba jugo dramático desde la perfecta elección de planos y el montaje de Christopher Rouse, colaborador habitual de Greengrass y que además también colabora en el guion.
Jason Bourne es cara, muy cara, y además es brillante. Las dos cosas no siempre van cogidas de la mano. Las hiperbólicas persecuciones de las secuencias de la manifestación en la plaza Syntagma de Atenas o la parte final en Las Vegas son delirantes a la par que realistas. Llamadme ingenuo, pero todavía no sé cómo lo hicieron. Por otra parte, choca que los policías sean tan torpes y no logren atrapar ni a Damon ni a los que lo persiguen. Cosas del cine que nunca cambiarán, como esa parafernalia habitual de la CIA que se muestra en las películas, mucho más sofisticada (sospecho) que lo que de verdad tienen.
El guion es robusto y no se centra en las meras caricaturas…aunque Bourne necesite hablar un poco más, una sonrisita, una lágrima, algo. Es el protagonista, y, sin embargo, es el que menos interesa. Va a lo suyo y solo tiene una meta: saber qué ocurrió con su vida años atrás. Mientras llega a su destino, se carga (sin querer, se entiende) a unos cuantos transeúntes por las calles de todo el mundo. Es gélido, calculador, egoísta, material perfecto para odiar. Bourne es prácticamente un robot. Empatía poquita, la justa, por mucho que los guionistas intenten suavizarlo mediante la cercanía emocional con Nicky Parsons. En cualquier caso, el film es tan vibrante y sólido que no queda más remedio que rendirse a sus pies a pesar de los (perdonables) defectos. Nada es perfecto.