La primera película como director del guionista Dan Gilroy es un sofisticado, visceral, genuino análisis del brutal comportamiento humano cuando la ambición no tiene límites y la más bárbara misantropía justifica los medios. Nightcrawler, digámoslo ya, es una de las obras maestras del año que podría y debería ser reconocida con algunas nominaciones al Oscar, por nombrar siempre los premios de mayor calado mundial. Entre ellas, para el actor Jake Gyllenhaal, el cual encarna a un memorable usurero sin escrúpulos.
Lou Bloom (Gyllenhaal) roba para vivir, daña físicamente para robar y fisgonea con el propósito de encontrar su verdadero destino. El lema que acompaña sus actos es “si quieres ganar la lotería, tienes que conseguir el dinero para comprar el cupón”. En uno de esos días en los que deambula por la ciudad de Los Ángeles, el joven observa de cerca las consecuencias de un accidente de tráfico y de cómo dos reporteros freelance graban la escena para vender el video al canal de televisión que dé una recompensa generosa. Bloom, que tonto no es, ve ahí un lucrativo potencial.
Con su palabrería de vendedor ambulante y “management speak” se hace con los servicios de Rick (Riz Ahmed). Juntos recorrerán las calles llenas de neón buscando cualquier suceso – mucho mejor si hay bastante sangre- y recogerlo en video para los hambrientos televidentes del canal que lidera Nina Romina (Rene Russo, esposa de Dan Gilroy, por cierto). Bloom no se conforma con poco, y la desmedida ambición de tener un gran equipo de reporteros aumenta su ya desquiciado sentido de la realidad.
En la misma línea que otros desequilibrados y célebres personajes cinematográficos como el Tony Montana de Scarface (1983) o el Patrick Bateman de American Psycho (2000), a Bloom no le importa pasar por encima de quien sea para llegar a la meta, usando para ello una verborrea admirable…aunque a veces pase al contacto físico como opción secundaria. Interpretado con paroxístico y aterrador histrionismo, Gyllenhal nos invita a bajar al infierno del caos urbano reflejado en la infame Los Ángeles. Bloom también es a la vez causa y efecto de esa violencia pasiva y activa en nuestra sociedad actual, y el poderoso plano de su cara mirando y gritando al espejo del cuarto de baño funciona (apurando el análisis) como perfecta metáfora del círculo vicioso en el que se encuentra metido, donde la maquinaria contemporánea del despiadado mercantilismo exige a los ciudadanos entrar en una espiral atiborrada de inmoralidad y del “todo vale”. Al igual que la reciente Gone Girl, estrenada en este mismo mes, Nightcrawler vuelve a criticar ferozmente el mundo de los medios de comunicación, exponiendo con necesario y nada pusilánime vigor el engranaje que envía a las pantallas de televisión de todo el planeta imágenes duras y explícitas para acaparar una alta audiencia.
Las abundantes lecturas de la película de Gilroy nacen de un sobrio y exhaustivo orden narrativo inusual en óperas primas si, encima, no forman parte del cine indie. Apoteósica calidad formal que se mete en la piel del espectador con suculenta elegancia gracias a la imponente fotografía metálica y viva de Robert Elswit o a la banda sonora de James Newton Howard (atención al in crescendo musical cuando el protagonista modifica la escena de un accidente de coche para tomar el ángulo más estético con la cámara). Nightcrawler deja para el recuerdo tantas secuencias deslumbrantes que conforman una extraña pero bien agradecida sensación de nerviosa histeria y excitación al salir del cine, virtud solo destinada a films con alma de clásico.