Hay una frase anónima que dice que “la necesidad agudiza el ingenio”. Y quizás uno de los períodos de mayor carestía para el mundo en general y Europa en particular fueron los años de la Segunda Guerra Mundial. Durante ese tiempo de dificultades se plantearon por parte de uno y otro bando planes de todo tipo con los que decantar la lucha en su favor. Especialmente prolijo en ello fue Reino Unido, con algunas acciones como la creación de la SSFR, unidades militares para infiltrarse en territorio enemigo con la función de desarrollar una “guerra sucia”, o arrojar cartillas de racionamiento falsas sobre territorio alemán. Esto tuvo algunos resultados significativos y otros completamente absurdos, tales como infectar el país bávaro de serpientes venenosas o el uso del Panjandrum, una especie de molino acuático autopropulsado cargado de explosivos, planes tan disparatados que finalmente no se llegaron a ejecutar.
Entre este segundo grupo de propuestas un tanto extravagantes estaba una cuya puesta en práctica hubiera sido complicada y sus resultados imprevisibles, pero que hasta el último momento fue considerado por los altos mandos británicos, incluyendo el mismo primer ministro Winston Churchill, y que pasaba por convertir a Hitler en una mujer o, como mínimo, dulcificar su carácter contaminando su comida con estrógenos.
Hormonas para el dictador Hitler
Todo el mundo sabía que en un régimen tan personalista como el nacionalsocialista la muerte del dictador supondría un duro revés para el país. Librarse de Hitler podría incluso llevar aparejada una rendición anticipada, así que hubo centenares de planes para acabar con el mismo, pasando algunos de ellos por el clásico de verter veneno sobre su comida. Sin embargo, ello planteaba numerosos problemas. Los más evidentes eran, primero, cómo captar a una persona del círculo íntimo del mandatario dispuesto a ejecutarlo con el riesgo que ello suponía para el mismo colaborador, y segundo, cómo lograr que ingiriera esta sustancia. Al estilo de los emperadores romanos, Hitler contaba con una legión de catadores, gente cuya única función era probar la comida antes que él para comprobar que estuviera en buen estado. Utilizar un veneno potente capaz de matarlo en poco tiempo era, por lo tanto, una misión imposible.
De ahí surgió la idea de usar un elemento con efectos a medio y largo plazo. Coincidió que desde hacía unos años en Londres se estudiaban los efectos de las hormonas sexuales, y se daba tanta importancia a los químicos que se creía que con el uso de este tipo de sustancias se podía incluso variar la condición sexual de una persona. De ahí que se planeara suministrar estrógenos a Hitler, una sustancia insípida e incolora, y cuya ingesta no genera ningún efecto inmediato.
Documentos de los servicios secretos británicos desclasificados recientemente han llegado a afirmar que se entabló contacto con uno de los cocineros del dictador, pero no se especifica si no se avanzó por ser la cantidad del soborno insuficiente, por el simple temor de ese colaborador a ser descubierto o cualquier otro motivo. En suma, hoy sabemos que la ingesta de estrógenos de forma esporádica y sin estar sujeta a controles médicos le hubiera provocado al dictador efectos secundarios como aumento del riesgo de diabetes, cefaleas o cambios de humor bruscos. Algo que, definitivamente, no hubiesen hecho del mismo una persona más dulce y propensa a buscar una solución pacífica al conflicto.