Las plantillas de trabajadores inmigrantes de los restaurantes en Inglaterra es, como cantara Sabina, un “boulevard de los sueños rotos”. Si bien, el autor granadino le dedicaba esa expresión a todo un ejemplo de lucha en la vida, la vida de la irrepetible Chavela Vargas, bien podría componerse una pieza homónima que hablase de todos los nombres que responden a sueños, a aficiones, a esperanzas y a expectativas que ahora andan con los brazos bajados.
Nombres que tras de sí guardan a alguien que un día fue un estudiante prometedor, o el hijo de una familia acomodada, o que no tuvo más quebraderos de cabeza que su conjunto para el sábado y que, con la vida por delante, no sentía ninguna frustración gastando tardes con la video-consola.
Esa persona completamente segura de su porvenir, el futuro que fue cayendo en la despreocupación en su ranking de prioridades, la víctima del reflejo de una vida asegurada que le correspondía como le había correspondido a sus padres. El perfil de la generación de memorias que han olvidado a las generaciones precedentes a su ascendencia inmediata. Este es el verdadero currículum vitae que llena el staff de los restaurantes londinenses y en mayor o menor medida el del resto de las ciudades británicas. Italianos, portugueses, griegos y, por supuesto, españoles.
Hordas de jóvenes que en su día soñaron con ser otra cosa que no fuese cocinar, servir o fregar platos, que recuerdan sus sueños, rotos como los que lloraba Chavela en la canción de Joaquín Sabina, que bien conoce la frustrante maniobra del freganchín en Londres, y tan harto estaba de tal tedio que se puso a componer, a recomponer su camino hacia un futuro que le envidiaba a otros a los que no se les habían roto los sueños, a los que en Londres esculpieron su Galatea, esa que no encontraron en sus lugares de origen.
Mi sueño ileso es el de escribir, de lo que se deduce que mi camino ha pasado por ese boulevard y he parado por allí más de lo que me hubiese gustado. A charlar con sus asiduos. Allí un jienense me contó con desánimo que le gustaba cantar, que vino a Londres en busca de oportunidades pero que de momento no había tenido demasiada suerte, y antes de que indagara en los porqués, omitió que la fórmula de tal desdicha respondía a una sucesión tan simple como lógica: Londres es caro, luego hay que trabajar muchas horas que dejan poco tiempo libre y de pésima calidad.
En otro banco del boulevard hablé con Pedro, que trabaja como cocinero. Es de una zona del norte de España, no recuerdo cual, en la que hace ya cinco años que dejó aparcada una carrera de Económicas. Me contó eso mientras me enseñaba en su móvil la foto del coche de gama alta que acababa de comprar. A Pedro no se le ha roto el sueño, lo ha cambiado por otro, ironías de la vida, mucho más difícil de aparcar. Solo que aún no se ha dado cuenta.
Eduardo friega platos en las mazmorras del boulevard. Su inglés no es bueno en parte porque lleva poco tiempo en Inglaterra y en parte porque su ambición es peor que su dominio de la lengua. Desperdicia las horas en las que su vida en Londres le permite dejar de abrillantar la loza del restaurante en ponerle fecha a su regreso a Madrid, como el náufrago que pone fecha a su suicidio si nadie lo rescata antes. Quejas, quejas y más quejas, la desidia que suscribe esa actitud nacida en los ochenta y avocada en el mejor de los casos a ganarte el pan con lo que te dejen ser aquí. Nadie prospera en lo que quiere abandonar algún día.
Chavela supo llorar tan bien que lo volvió oficio y prestigio con tal atino que Sabina no encontró a nadie que supiese reír de esa manera y se lo cantó. Lo hizo porque fue el inmigrante que vino de Granada a fregar platos y volvió a España con una carrera musical por delante. Ilustre pionero de la retahíla de “los otros”, soñadores que se desmarcan de las condiciones impuestas. Incluso este medio lo saca adelante gente que en su tiempo libre quisieron ser lo que la vida les prometió que serían y contemporizaron (algunos aún lo harán) en la provisionalidad de lo que esta ciudad les dice que sean.
No sucumbimos al castigo a mala saña de aquellos que sacan su buena tajada de la desesperación de los que llegan sin nada y contraen la ceguera por la taiga de desesperación que aliena al inmigrante, convenciéndolos de que la felicidad está en ganar lo suficiente para vivir y hacer turismo de vez en cuando en la ciudad en la que se vive. Una situación inapelablemente caduca que no otea más allá del pan para hoy.
La mayoría algún día volverá a su pueblo, a su ciudad o a la casa de sus padres dejando tras de sí un paréntesis en su vida en la que hicieron lo justo para volver, vivencia bien ilustrada eso sí, con la foto tomada desde la puerta de la estación de Westminster que deja constancia de la aventura alrededor del Big Ben, brindis con pintas y la escarcha en el patio. Toda una pose que habrá hecho las delicias de los “me gusta” y que les dejará como toda pensión un chapurreo del inglés neutro que se hablan los inmigrantes que atestan la parte que no se ve del boulevard. Otros, en los que me gusta incluirme, volverán con una serie de metas y sueños cumplidos, los que fueron a buscar fuera porque su país de origen no se las podía dar. Lo harán sabiendo del boulevard que es un lugar de paso, en el que si hay que fregar platos, se friega, pero como los fregó Sabina.
Sabina no es de Granada….
Es de Ubeda, Rey Romero. Sin acritud eh?