Muchos han sido los avances médicos que han permitido erradicar enfermedades tales como el cólera que azotó la capital británica en el siglo XIX. Gracias a un gran genio de la medicina llamado John Snow las epidemias que tan bien supo plasmar Charles Dickens en sus obras más sociales se vieron reducidas considerablemente.
John Snow es considerado el padre de la epidemiología moderna. Nació durante la época más fría del año 1813 y York (Inglaterra) fue la ciudad testigo de este acontecimiento. Desde joven se interesó por los problemas médicos y por casualidades de la vida, tuvo contacto con la enfermedad del cólera al atender a un grupo de enfermos en una aldea minera.
En 1836 empezó a cursar sus estudios superiores en la Hunterian School of Medicine en Londres. Poco después llegó a ser miembro de la Royal College of Surgeons of England y en octubre de ese año obtuvo la licenciatura de la Sociedad de Boticarios. Aunque sus conocimientos en medicina iban avanzando a pasos agigantados no fue hasta 1843 cuando se licenció y poco después se doctoró, por la Universidad de Londres. Tras su muerte dejó una estela de publicaciones que hoy en día se recogen en la página web de la Universidad de California (UCLA), así como artículos escritos por periodistas que explican sus trabajos y narran su vida.
El Soho le entregó en bandeja un experimento que acabó con éxito y le llevó a la gloria médica. Todo ocurrió durante la tercera epidemia de cólera, cuando Snow mantenía la hipótesis de que tantas muertes por esta enfermedad se debían a la ingestión de un material invisible a los ojos denominado «materia mórbida»; al contrario que sus compañeros de profesión que apuntaban a un contagio vía aérea o por ropas contaminadas. Tras barajar la posible relación existente entre la enorme cantidad de muertes producidas en el sur londinense y el agua contaminada que esta gente consumía, John Snow decidió utilizar las circunstancias del barrio el Soho para corroborar su teoría.
En dicha zona del centro londinense, concretamente en Broad Street, fallecieron inesperadamente muchos vecinos. John Snow, siempre atento a cualquier circunstancia inusual, pronto comprendió que las muertes estaban directamente relacionadas con el consumo del agua que era suministrada por una bomba en esa zona. Consiguió la inhabilitación de la misma y, a pesar del descontento popular, finalmente demostró que las piezas que formaban un puzle en su cabeza encajaban a la perfección.
Hoy en día existen muchas referencias físicas hacia este personaje. Se puede encontrar desde una bomba de agua inhabilitada al lado de una placa conmemorativa, hasta un pub que responde al nombre de John Snow, hecho bastante curioso si se tiene en cuenta que el médico era abstemio. Sin embargo, los tiempos han cambiado y con ellos el nombre de la calle: ahora se llama Broadwick Street y es el área donde se pueden encontrar estos monumentos que hacen las veces de pequeños homenajes al protagonista del artículo.
Fanático de la higiene médica y anestesista popular en aquellos años, se dedicó a experimentar con animales y humanos la reacción que el éter y el cloroformo producían en ellos en bajas dosis. Sin ir más lejos, fue el encargado de suministrar anestesia a la reina Victoria durante el nacimiento de su hijo Leopoldo y repitió la misma operación con el de la princesa Beatriz.
El afán por homenajear y recordar al médico hizo posible la creación de una institución que responde al nombre de «The John Snow Society». Éste quizá sea el lugar más famoso que salvaguarda el legado de este «héroe médico». Su presidente honorífico, Paul Fine, lo deja muy claro en sus palabras: «Lo que pretendemos es asegurar la memoria y tradición de John Snow, para que no caiga en el olvido». Y así lo hacen posible, al menos anualmente, con la reposición de la palanca de la bomba de agua situada en esta calle.
Paradojas de la vida, Snow llegó con el frío pero se fue con el calor. Un 16 de junio de 1858 le vio partir debido a un derrame cerebral y fue enterrado en el cementerio de Brompton, al suroeste de Londres. Su cuerpo se desintegró pero su memoria sigue presente entre los monumentos, placas conmemorativas, publicaciones y homenajes que los ingleses le dedican cada cierto tiempo. Y es que si de algo se caracteriza la capital británica es por enorgullecerse de sus tradiciones; ya sean en forma de autobuses rojos, cabinas de teléfono del mismo color, o, ¿por qué no?, en forma de científicos incomprendidos cuyas acertadas ideas siguieron perdurando en el paisaje británico por los siglos de los siglos.