Fotograma de la película La Torre de Suso.«Hola, me llamo Suso. Esta es mi casa, la construí con mis propias manos. Me encanta esta casa pero ya no puedo seguir viviendo aquí; ni aquí ni en ningún otro sitio, porque yo… estoy muerto. Aunque no estás muerto del todo hasta que tus amigos se despiden de ti. Soy el primero de los míos que se muere, así que seguro que vienen todos a decirme adiós… y los hay que tienen que venir desde muy lejos…».
Con esta reveladora voz en off de Suso, un personaje que no aparece físicamente pero sobre el cual gira toda la historia, da comienzo La Torre de Suso (Tom Fernández, 2007). Una voz en off que además servirá para poner el broche de oro a esta película tierna, entrañable y que realza como pocas el valor de la amistad.
Una de esas personas que tienen «que venir desde muy lejos» es el protagonista, Cundo, que dejará Argentina para regresar diez años después a casa de sus padres en Asturias, su tierra natal, con el fin de poder asistir al funeral de su mejor amigo de la infancia, fallecido por los efectos de las drogas. La muerte de Suso provoca que los cuatro amigos de la infancia vuelvan a reunirse y recordar tiempos pasados: Mote (César Vea) es albañil; Pablo (José Luis Alcobendas) tiene una novia prostituta en el pueblo, mientras que Fernando (Gonzalo de Castro) es profesor de física y química. Cundo, por su parte, marchó a Argentina donde ahora es el gerente de dos pizzerías, tras una adolescencia marcada por los estupefacientes. Su más inmediata misión será convencer a sus amigos para rendir homenaje a Suso, para lo que habrá que construir torre en el pueblo como a él siempre le hubiera gustado.
En la localidad también vive la imprevisible y extravagante Marta (Malena Alterio, en una de sus mejores interpretaciones), un antiguo ligue de Cundo, y Rosa, la que en el pasado fue el gran amor del protagonista y que en la actualidad está casada con Fernando, un hecho no exento de malentendidos y que provocará las situaciones más dispares, aunque la historia en sí no esté del todo bien resuelta (en el que quizás sea el principal defecto de la cinta, el querer abarcar demasiados ámbitos, como en muchas óperas primas, sin llegar a profundizar en algunos de ellos, algo que no empeña un trabajo final verdaderamente notable).
Rodada íntegramente en Asturias, este hecho resulta esencial a la hora de impregnar realismo a una hora y media de película en la que destaca su cuidada ambientación (esas tabernas típicamente asturianas, esas cocinas rurales…) y una excelente fotografía, esencial a la hora de retratar los verdes paisajes en los que se desarrolla la historia y que constituyen una clara seña de identidad del film. En este sentido, destacar lo arriesgada que resulta esta ópera prima de Fernández, rodando mayoritariamente en exteriores una historia en donde las condiciones meteorológicas son especialmente simbólicas. Por tanto, no es casual que la escena en la que Cundo está construyendo la torre en solitario, llueva a cántaros; un torrente da agua que viene a ser un obstáculo más al que el asturiano tendrá que enfrentarse para llevar a cabo su misión (junto con el desplante de sus amigos). Una misión, dicho sea de paso, que supondrá un ejercicio de auto realización y de madurez extraordinario.
Además, Fernández no tiene reparos a la hora de apostar por una temática específicamente local (esas sidras escanciadas, ese tope asturiano, esa constante inquietud por el futuro de las cuencas mineras…) para llegar al gran público; aspectos, no obstante, menores en una película en la que se dan cita sentimientos tan universales como son el reencuentro con los amigos del pasado, la frustración (ese desencajado rostro de Pablo reflejado en el cristal del coche, noche tras noche, esperando impotente a que su novia salga de trabajar del burdel) o la unión familiar.
En este último sentido, el papel de los padres de Cundo, Tino (Emilio Gutiérrez Caba) y Mercedes (Mariana Cordero) resultan decisivos. Los tres forman una familia menos atípica de lo que a simple vista pudiera parecer, con una madre que no es más que la personificación de la rutina en el sentido más estricto de la palabra, y con la que el espectador empatiza rápidamente debido a su sufrimiento. Su solitaria y monótona vida se limita a las tareas del hogar, sin que en ningún momento tenga el menor reconocimiento afectivo por parte de su familia… con un marido que se pasa su vida en los bares y las casas de citas del pueblo, y un hijo que acaba de volver a casa después de abandonarla de mala manera hace 10 años. Ambos incluso la llegan a definir, en un determinado momento de la película, de «estar muerta», debido a que su vida transcurre entre las cuatro paredes de su casa. La volcánica interpretación de Mariana Cordero como madre abnegada es, pues, una de las grandes sorpresas del film.
Estamos, en definitiva, ante una película y un director (que fue director de la serie 7 vidas) que se maneja de forma admirable entre la comedia y el drama; en donde la más sonora carcajada puede da lugar al llanto más desgarrado. Un claro ejemplo son esa sucesión de secuencias finales encadenadas (ese matrimonio separado por una cama, ese plano contrapicado de Cundo y Marta en lo alto de la torre viendo las estrellas o ese tablero de parchís que simboliza el más profundo sentimiento de culpa, esa forma de pedir perdón).
Una secuencias finales bajo la que es la otra gran protagonista de la película: la música, obra del grupo Tejedor en la que es su primera composición para cine. Diversas partituras de música puramente asturiana, tan nostálgicas como la película en sí, y que a más de un espectador logrará tocar su fibra más sensible. En este sentido, habrá quien acuse a las omnipresentes notas de buscar la lágrima fácil y de subrayar en exceso algunas situaciones… pero, qué queréis que os diga, si tenemos ante nosotros una película tan fiel a sus principios y tan extraordinariamente rodada, hay que dejarse emocionar. Al fin y al cabo, no todos los días se construyen torres de esta dimensión.