Juan comparte su historia con El Ibérico
Juan nació en el Reino Unido pero creció en Latinoamérica. En el 2000, a los 25 años, le pareció interesante mudarse a Londres y vivir en un squat (vivienda de ocupas). «No tenía dinero y tampoco tenía voluntad política… se apareció en mi camino, fue lo que escogí en el momento». Habitó en una casa común que no había sido reclamada por el dueño y en donde las personas, la mayoría latinos, entraban y salían, hacían fiestas y actividades; tenían luz eléctrica, gas y agua. Eran cuidadosos pues no querían problemas con los vecinos. Durante un año hizo vida normal: tuvo un trabajo y una pareja con la cual se casó y también se convirtió en padre. El año concluyó cuando el Gobierno exigió el lugar a través de una orden de desalojo.
En Inglaterra y Gales vivir de esta manera es legal y es una cuestión civil que se resuelve en la corte entre squatters y propietarios frente a un reclamo, afirma la ONG Servicio de Consejería para Ocupas (Advisory Service for Squatters, ASS). Juan comenta que «la ley te protege si entras y dices que estaba abierta, pero tienes que vivir en la casa y cuidarla… no puedes dejarla sola porque te la quitan». Sin embargo, no todos los squats son iguales. En otra ocasión, los compañeros con los que Juan se encontró tenían una visión distinta. «No querían limpiar. Querían vivir un sueño sucio inventado, una completa ilusión. Fue fuerte… no pude lidiar con ello». Desistió y vivió sin poder establecerse en un lugar concreto por un periodo.
Encontrar una casa es simple aunque toma tiempo. El proceso comienza tras acordarlo con un conjunto de personas y localizar una vivienda abandonada. Después, se contacta con la ASS, que provee información sobre quién es el dueño y qué sucedió con la residencia. «Puedes poner fósforos en la puerta para saber si hay gente que entra y sale. Vigilas si hay personas o no porque puede ser peligroso y no quieres estar viviendo en la casa de los otros, no es la idea». Hecho el seguimiento, el grupo decid
Póster de la advertencia legal al interior del squat cultural Really Free School. / Foto: Alistair Binleye entrar, sin causar daños, ya sea a través de un agujero en el techo o una ventana abierta. «No puedes romper nada porque sería considerado trespassing (allanamiento de morada)». Una vez establecidos, se instauran las normas sobre quién es el responsable y se decide el sentido que quieren darle, por ejemplo, si buscan hacer un proyecto comunal.
Algunos squats desarrollaron programas culturales de arte, de música e incluso de religión aunque Juan nunca formó parte de ellos. Para él, vivir en un squat no era sólo para tomar drogas durante días de desenfreno, sino para marcar una diferencia: usar el lugar como un sitio común. «Tus pertenencias y necesidades se vuelven comunitarias. Vas a tu cuarto y hay veinte personas. Aprendes a ser más tolerante». «Es una idea socialista y romántica difícil de aplicar en este sistema en donde los sueños de una persona entran en conflicto con los de otros». Los artistas, entre los cuales también está Juan, quien pinta, consideran los squats como opción de vida por la falta de dinero constante y la necesidad de espacio para el material. Juan añade: «Pero vas creciendo y quieres tu comodidad, tus cosas, caes en el dinero y tienes a tu familia».
Los squatters se comunican a través de canales como Internet y líneas telefónicas, aunque también existen áreas en donde se conocen. Una actividad recurrente son las fiestas. «Se busca el lugar, se abre, se ponen los equipos de sonido y se manda la información… Dura hasta que llegue la policía, dos, tres, cuatro días o una semana después. Asisten 500 personas, 600 o más». Son mansiones y fábricas desocupadas las que más llaman la atención para estos eventos, y en donde según Juan, verdaderamente se utiliza el sitio públicamente. Desde luego, los sitios sufren daños.
Pero no todo es diversión y también existen riesgos. Juan asegura que admitir a alguien es muchas veces por caridad y algunos traen problemas consigo. «Una vez aceptamos a un chico que vendía droga, lo arrestaron en la estación de metro, le dio la llave del squat a la policía… arrestaron a todos… pero no porque vivíamos como squatters sino porque… estaban haciendo una investigación de droga. Me trataron mal, como un delincuente». Los policías no pueden entrar a un squat sin razón aparente, pues si hay alguien presente se considera allanamiento de morada. Eso sí, un póster en la puerta debe ser visible; dicho cartel es una copia de la advertencia legal que explica la Sección 6 del Criminal Law Act de 1977, en donde se establece que es una ofensa forzar la entrada a un edificio que esté habitado, incluyendo squats, y en donde se explican sus derechos.
Cuando el gobierno o propietario encabeza el proceso de desalojo, el seguimiento es cauteloso, pero según Juan, hay personas que llegan incluso con bates de béisbol para echarlos. «Es muy delicado… tienes que ver bien de quién es la casa y últimamente no se ha respetado eso en mi experiencia… El grupo no quería saber de quién era… sólo querían un lugar para vivir gratis». Juan opina que Inglaterra está siendo utilizada por los squatters para beneficio personal y no como reclamo del espacio abandonado para un proyecto social. «Es una ola de ‘vamos a una casa a vivir gratis, la ley te protege’. No creo que esto sea correcto».
Hoy en día vive con familiares, tiene varios trabajos mientras trata de establecerse y hace poco le ofrecieron una ‘pieza’ dentro de otro squat. No está seguro de si la aceptará pues quiere rentar, pero su situación aún es difícil y considera que tal vez es una buena opción mientras ahorra. «En Inglaterra está todo caro y si tienes la oportunidad de vivir sin pagar mientras juntas un poco de dinero, pues te lo piensas».
*El nombre de Juan ha sido cambiado por motivos de privacidad.