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Sara Torres: «La pequeña diosa» de la poesía

Como cada 21 de marzo de este nuevo siglo, se celebra el Día Mundial de la Poesía. La poesía — en palabras de la directora general de la UNESCO Irina Bokova—, «es tan antigua como la propia humanidad e igual de diversa y tiene sus raíces en tradiciones, orales y escritas, tan variadas como el rostro humano, que capta la profundidad de las emociones, los pensamientos y los anhelos que guían a cada mujer y cada hombre a comprender el mundo y compartir esta comprensión con los demás».

Hoy, más que nunca, en la dictadura de la interrupción, la poesía es un espacio de libertad. El poeta, decía Vicente Huidobro, es un pequeño dios. Una pequeña diosa será, entonces, la poeta. Poetas soberanos de sus espacios de libertad: sus islas. Islas donde se hacen visibles realidades invisibles. Islas que nos recuerdan algo que no sabíamos. Islas que ponen a nuestro alcance experiencias incomunicables. Islas talladas con el cincel del verso.

En el archipiélago de la poesía viven islas escondidas dentro de otras, islas a las que sólo se puede llegar con el barco de la deriva y con la brújula de la intuición. Así he topado con los susurros de La otra genealogía (Torremozas, 2014). Escucho los secretos de la isla de Sara Torres, pero sólo veo océano. Me pongo a estribor con la mirada en Londres, su isla tiene que estar mirando hacia la ciudad del Támesis porque ella está estudiando un máster interdisciplinar en metodologías críticas en el King’s College. ¡Sara! ¡Sara! Me contesta con una ola. Su espuma pasea a babor con un mensaje:

Sara Torres Fotografía: Jorinde Croese Ropa: Grace Prince

“Terminé estudios de master en septiembre y me vine a Córdoba, a la Fundación Antonio Gala,  a escribir una novela con una beca de residente. Es posible que regrese a Londres para el próximo curso académico, pero no te lo puedo asegurar”.

Viro mi mirada a la ciudad de Averroes, ¡Sara! ¡Sara! ¿Dónde nos vemos? Una ola se eleva por la proa, su espuma muda a mujer con olor a frutas, un zumbido de abejas hace de escolta. Una abeja, quizás su preferida, sale de un riso dorado,  porta un mensaje envuelto en aromas de café:

“En la cafetería-patio de algún pequeño hotel escondido en el casco antiguo, como el Hostal Séneca. Las plantas que llenan esos espacios son de un verde intensísimo y las dejan crecer desordenadamente hasta que, sin necesidad de fantasear mucho, te encuentras sentada en medio de una pequeña selva. Por estas fechas, tal vez sólo nos acompañe una pareja de turistas ingleses senior y el silencio”.

Espero una hora… y otra. Aparece el silencio y la pareja de turistas. Primero, se van los turistas; luego, el silencio. Un banco de damiselas me señala el camino y la forma.  Me tiro a un mar de ojos cerrados y nado en círculos. Exhausto me dejo llevar. Regalo el peso de mi cuerpo a una balsa de restos de ciudad. Con unos prismáticos de imágenes preestablecidas estudio la isla. Encuentro a Sara Torres en la copa de un árbol que nace de un vientre templado. Le lanzo mis preguntas en una botella. La botella se deja llevar por la marea de nubes, a su ritmo, como se fue… regresa.

¿Cuál es el poema que más te ha marcado?

Es quizás honesto empezar diciendo que las preguntas generales que implican elección tienden a resultarme imposibles. Si respondiese ahora mencionando un sólo poema, sería una pequeña mentira estratégica. Algunos versos acompañan en momentos determinantes y tienden a regresar, como algunas canciones. Por ejemplo, las mañanas en las que despierto tras una noche de mal sueño, me suele venir a la mente la apertura del poema «Creación» de Pavese: «Estoy vivo, y he sorprendido las estrellas en el alba».  También me calma y me agarra a la vida Mary Oliver cuando escribe: «You only have to let the soft animal of your body love what it loves». Y luego el placer de enredar sonidos con Gertrude Stein: «If I told him would he like it. Would he like it if I told him. Would he like it would Napoleon would Napoleon would would he like it».

¿Cuándo empezaste a escribir?

De niña, claro, ¿pero quién no? Quisiera sin embargo recordar en qué momento creí o me ayudaron a  creer que mis juegos de escritura podían ser parte de mi identidad, informar de «lo que soy» por encima de otros juegos. Fundamental en ese proceso el reconocimiento de una profesora de primaria que se llamaba Rosa. Después, y de forma ya definitiva, el de una de secundaria, Natalia.  De adolescente disfrutaba con gran romanticismo de esa fantasía del «ser» escritor; ahora me sorprende hasta qué punto se ha evaporado. No hay aura en torno a la actividad que realizo, escribir es un sedimento del estar viva.

¿Cuál es tu primer recuerdo poético?

No lo sé, seguramente la belleza y la fuerza de mi madre: pasé la infancia mirándola, deslumbrada. Y los animales, la naturaleza.

¿Cómo terminaste en Londres?

Fui de Erasmus animada por mi pareja de entonces. La crisis había desolado las expectativas laborales de los jóvenes en España y ella justo había terminado la carrera. Llegamos juntas, fue duro y  hermoso. Admiro mucho a la gente que llega con unos ahorros a poner todo el esfuerzo, aprender el idioma y  a buscar engancharse a la noria.

¿Cuál es el lugar más poético de Londres?

Salir de una tarde de estudio en la biblioteca y tener un cuerpo amigo con el que recorrer el centro de noche, entre semana. Comprar la cena a precio reducido en el último supermercado abierto y haber llenado ya antes la botella de cristal con vino orgánico del People’s Supermarket. Despertar en un antiguo hospital de Bloomsbury que ahora está «protegido» por Guardians. Ponerte un abrigo de lana grueso que encontraste en una charity y desayunar Eggs Royale y café sólo mientras lees un artículo sobre Queer temporalities para la clase de la semana siguiente.

¿Cómo ha influido Londres en tu poesía?

En mí. Yo he madurado en Londres.

Cuéntame lo mejor que te paso en Londres. ¿Y lo peor?

Conocí a gente fascinante con una enorme capacidad de movilidad y de visión crítica. En Londres tengo una manada de “amigxs” que han aprendido a sobrevivir y a ayudarse en una ciudad que toma todas tus energías. Allí también he pasado miedo y he llevado la empatía a distinto nivel.

¿De dónde surge tu poesía?

Me la dicta un unicornio cuando necesita vivir dos veces. Suma tiempo. Duración.

¿Está la poesía en su mejor momento?

Seguramente, para algunas personas.

¿Cómo conseguiste la beca? ¿Qué te llevo a solicitarla?

La conseguí completando el proceso de solicitud convencional en el que andarán ahora los de la promoción que viene. Tenía una novela que quería terminar antes de plantearme volver a la academia con estudios doctorales; ya sabía de la Fundación y, tras terminar el máster en Londres, era el momento perfecto para dedicar un curso a la escritura creativa.

¿Cómo ha cambiado tu vida la fundación? ¿Cuál es tu día a día en la fundación?

Ahora mismo estoy sentada con Andrea en el salón. Trabajamos juntas y bebemos té. Antes leía al sol en el patio del naranjo con Virginia, sin hablar, acompañándonos. Anoche fuimos a la filmoteca de Córdoba, que es preciosa. Hacemos juntos todas las comidas y me sigo alegrando de ver a mis compañeros cada mañana. Es marzo y hay una luz maravillosa. La convivencia está en su mejor momento, porque ya hay mucha confianza. Es la primera vez que vivo con tanta gente y que tengo horarios fijos.

¿Cómo fue tu encuentro con Antonio Gala? ¿Hablas mucho con él? ¿Qué te ha enseñado?

Él viene a menudo, su casa también está aquí. Comparte las comidas con nosotros y se involucra en las actividades que tienen que ver con nuestra producción creativa.

Vuelvo a meter nuevas preguntas en la botella, pero no puedo lanzarla. De la botella empieza a salir agua, mucha agua… tanta agua que la marea sube inundando la isla. El fondo marino queda a la luz del sol. La isla muda de paisaje, no de corazón. Al pisar la tierra me transformo en mujer. Hay una fiesta. Sara Torres me recibe.

“Estaba escribiendo ahora, pero justo me ha entrado el sueño porque siempre durante la semana me acuesto a las doce para llegar descansada al desayuno”,  me dice la poeta. La conversación fluye. Sus manos abiertas la protegen, hablan e hipnotizan. Dibujan su espacio vital, su espacio seguro. En ocasiones, las yemas de una mano besan las de la otra, proyecta el tercer ojo. En ese espacio su conversación respira, su mente se despeja, da claridad a sus ideas y logra concretar lo que desea.

¿Cómo llevas tu libro? La idea surgió en Londres, pero lo que me importa es qué sensación, qué emociones impulsaron la idea.

El libro nace de esa desestructuración tan fuerte que experimentan los jóvenes que viven por primera vez fuera de su país en los momentos más feroces de la crisis económica española; la pérdida general de esperanza y  confianza.

La pérdida general de esperanza y confianza. Será general porque, concretamente, yo no la tengo. ¿Y tú?

He aprendido o, mejor, estoy aprendiendo, a buscar la esperanza y la confianza en unidades más esenciales, lo que en la novela llamo «vida mínima», que tienen que ver con los propios cuerpos perseverando en la vida, con las potencias y con nuestra capacidad de conectar con los otros.

Las luces de la isla menguan. Las camas de azahar (antes invisibles) destacan.  Me voy a la cama, me regalas un verso…que todavía no haya sido creado.

A la siguiente pregunta, si errada, la esfinge te fulmina.

Una esfinge sale de debajo de la cama, me mira atravesándome las retinas. Esquivo su mirada. Imposible. La esfinge se multiplica, donde miro está ella y su mirada. Recuerdo una frase de Antonio Gala y la hago mía: “No os molestéis, conozco la salida”.

No me despido de Sara Torres, la dejo construyendo el deseo. Sé que siempre podré encontrarla en La otra genealogía (XV Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven). Y en futuro muy cercano, volveremos a vernos en su próximo libro de poesía, Conjuros y Cantos, que se publicará próximamente en la Colección Pulsar de Kriller 71, Barcerlona.

 

 

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