Hace algo más de dos semanas que los londinenses contemplaban asombrados, y muchos atemorizados, los disturbios que estaban sucediendo en su ciudad, en su barrio, en su manzana. Lo que en principio se calificó como brote de violencia por la tensión entre la policía y la población negra del barrio de Tottenham Hale, al norte de la capital británica, pronto se desvirtuó y se extendió a otros barrios londinenses y otras ciudades como Birmingham o Manchester; y la pregunta inevitable de por qué estaba pasando lo que estaba pasando rondaba por la cabeza de los atónitos espectadores.
Es muy difícil encontrar una explicación a lo sucedido, quizás, como apuntan los sociólogos, porque las explicaciones son muchas. Durante las revueltas se quemaron casas, negocios centenarios, tiendas locales, coches, contenedores… El vandalismo y el pillaje, sin motivo aparente, fueron también los protagonistas. Como consecuencia, se produjeron más de tres mil detenciones y los juzgados de Westminster trabajaron sin descanso día y noche en los días sucesivos, con una media de siete minutos para dictar la sentencia de los arrestados. Los casos incluyen menores de edad, una enfermera, un profesor de primaria, una madre que decidió denunciar a su hija, esta última embajadora olímpica, después de verla en las imágenes publicadas por la policía tirando ladrillos a un coche… Hay una historia detrás de cada detención.
Diseccionar los perfiles de los detenidos ayudaría a los políticos, a la policía y a los ciudadanos a poder comprender qué ha pasado y qué está pasando en la sociedad inglesa. Porque esto, aun siendo de momento algo puntual que ha sucedido en cuatro días de agosto, es un problema de fondo y de base de una sociedad con la bandera de la multiculturalidad por excelencia.
Parece que no se trata de un problema de color, de raza o de religión. Los sociólogos apuntan que parte del fenómeno es una cuestión de clases muy estrechamente relacionada con el estado de bienestar inglés. Los pillajes se produjeron en tiendas de móviles, ropa deportiva… y los supermercados asaltados veían como se vaciaban las estanterías de las bebidas alcohólicas y de snacks. No es un pillaje de necesidad, ¿o sí?
El primer ministro David Cameron, tras suspender sus vacaciones en un finca de la Toscana italiana, intentó los primeros días «vender» lo sucedido como actos de saqueo, y declaró con contundencia que cada uno tendría el castigo merecido. Pero el problema va mucho más allá y alguien le ha tenido que decir al líder de los Tories que por ahí no, que no estamos solos delante de delincuentes que roban televisiones en Argos o patatas fritas de Tesco, sino que además, los ingleses se enfrentan a una cuestión mucho más profunda.
El mismo Cameron señalaba días después en el Parlamento que la sociedad británica sufre un «colapso moral» y abogaba por revisar sus valores, a la vez que anunciaba una revisión de las políticas de familia, educación, drogas y prestaciones sociales para reparar «una sociedad quebrada». Algo que los que venimos de otro modelo social y de estado de bienestar, que aunque no perfecto, ya habíamos intuido.
Y es que parece que los ingleses, ven los diferentes subsidios sociales como parte del problema que trasciende en cascada al núcleo familiar y a la educación en los colegios. Hay familias en las que los padres, y ahora sus hijos, no han trabajado nunca y no conocen otra forma de «ganarse la vida» que la de los conocidos benefits. Tampoco creen en la sociedad del esfuerzo y la recompensa. Hay un desencanto generalizado entre muchos jóvenes.
El modelo de educación que reciben ciertos adolescentes es el de la ley de la calle, no reconocen otra autoridad. El Reino Unido encabeza la lista de embarazos, alcoholismo y drogadicción de menores según The Australian y, como señalaban algunos expertos, las peleas entre bandas (de quinceañeros pero armados) han dejado de interesar a la opinión pública, porque llegó a ser el pan nuestro de cada día de los informativos.
Apuntaba Ed Miliband, líder en la oposición en el partido laborista, que tras reestablecerse el orden público la pregunta inmediata que la sociedad inglesa debería hacerse era por qué.
Además, está el debate de la seguridad, lo que ha provocado enfrentamientos dialécticos entre Scotland Yard y el Gobierno de coalición. La actuación policial de los primeros días de las revueltas fue meramente de acto de presencia. Los oficiales llegaban al lugar del conflicto, y no podían, o no sabían, cómo enfrentarse a los disturbios. Hay quien recordaba que los disturbios reventaron por la muerte de un joven negro a manos de un grupo de policías, y también que los oficiales no olvidan los distintos errores cometidos en los últimos tiempos por las fuerzas de seguridad, que se han cobrado la vida de víctimas inocentes. ¿Tiene la policía inglesa miedo a equivocarse de nuevo o a que se les tache de racistas a la hora de prevenir sucesos como los de Tottenham Hale, Hackney o Croydon?
Muchos vecinos de las áreas afectadas se quejaron de la falta de seguridad y de la sensación de inseguridad, que acompañaron a los actos vandálicos. Lo de menos era encontrar cerrada la tienda del barrio para comprar la cena y la leche del desayuno del día siguiente. Hasta el cuarto día de disturbios, y después de un despliegue de 16.000 oficiales en las calles londinenses que fue anunciado a bombo y platillo en la última noche de «tensa calma», no se informó sobre la posibilidad de utilizar pelotas de goma y cañones de agua para disuadir a los vándalos.
Los políticos ingleses se enfrentan a un entramado social que va a costar restaurar y aún más con el agravante de la situación económica donde, al final, los que más la sufren, son los más desfavorecidos. El modelo social inglés, en efecto, se resquebraja y hay buscar soluciones antes de que se desmorone.