Te seré sincero, si hace tres semanas me hubieses preguntado acerca de qué opinaba sobre The Sea and Cake, mi cara te hubiese mostrado el mismo ceño fruncido y el mismo morro torcido que el que probablemente estés poniendo tú ahora.
Por suerte, la música nació para ser compartida y gracias a que hace años una amiga de una amiga, le dijo a mi amiga María que existía una banda de Chicago llamada The Sea and Cake, hace precisamente tres semanas que mi amiga María me dijo si quería ir a un concierto de ellos.
Pregunta a la cual yo respondí, como no podía ser de otra manera, frunciendo el ceño, torciendo el morro y finalmente empezando a escuchar el último de sus discos (Runner, 2012) para segundos después enamorarme.
Sí, has leído bien: enamorarme. Porque es esa misma sensación de flechazo que a veces se siente con el amor, lo que me produce conocer una banda que sé que se convertirá en una de mis favoritas para el resto de los tiempos. Así que apreciado lector, si tú también te quieres enamorar, no dejes de leer ahora.
Porque al igual que en el amor, lo mejor no es el flechazo inicial sino el camino, y el de The Sea and Cake es uno largo. Nada más y nada menos que 10 álbumes a lo largo de los cuales han ido evolucionando un sonido único, en el cual el rock se mimetiza a la perfección entre decenas de influencias que van desde el jazz a la bossa nova pasando por los Beach Boys y que se ensambla magistralmente gracias al sello de la casa: los sintetizadores.
No conozco a nadie que al escuchar semejante volumen de electrónica tan magistralmente ejecutada, colocada y dimensionada, me dijese que los responsables de ese caleidoscopio de guitarras, distorsiones, ecos y reverberaciones fuesen una banda de alopécicos cincuentones con más pinta de ingenieros (como dice mi amiga María) que de estrellas de rock.
Pero la música no entiende de edades, y por eso en el concierto que el pasado jueves dieron en Scala, puede que los mayores de todo el local fuesen ellos mismos. Cuatro maduros norteamericanos que aparecieron puntuales a las nueve de la noche, para inundar la sala y la caja torácica de cada uno de los asistentes de una tranquilidad y un sosiego, sólo al alcance de los acordes de sus guitarras.
Pues eso es lo que te regalan The Sea and Cake en su directo: una versión fiel de sus canciones interpretadas de la forma más profunda, intensa, contundente y luminosa que jamás en mis cascos hubiese podido imaginar. Es precisamente en la madurez de su sonido y en el perfecto conocimiento de los límites de sus instrumentos donde radica el incontestable éxito de sus conciertos. Canciones con una sonoridad tan brutal y contundente como limpia y calmada. Contrastes permanentes entre la mala leche oculta de sus temas y la nitidez de sus distorsiones sintetizadas.
Noventa minutos que comenzaron con una declaración de intenciones propia de una banda de debutantes y enlazando sin apenas descanso durante casi veinte minutos los mejores temas de Runner (Thrill Jockey, 2012) el disco que venían a presentar y que tras encadenar The Invitations, On and on, Harps y A Mere, quedó exhibido y más que listo para su posterior adquisición en LP. Pero lo bueno de tener 10 discos y casi 20 años tocando es que no te sobran los temazos, y fue recién entrada la mitad de concierto cuando Sam y los suyos abrieron el baúl de las delicias para rescatar joyas como Jacking the ball (de su primer disco, The Sea and Cake, 1994), Weekend, Window sills o Exact to me. Un repaso por toda su carrera en el que pese a la magistral interpretación, la banda empezó a dar síntomas de letargo perdiendo toda la intensidad con la que habían comenzado el concierto y prolongando en exceso las pausas entre canción y canción.
Pero está claro que los de Illinois bien podrían ser Miuras, pues cuando poco a poco parecían adolecer de cansancio, sacaron de sus flaquezas una fuerza incomprensible para interpretar en directo algo que en mi vida antes había podido contemplar. La manufactura hecha en directo de temas electrónicos que bien podrían sonar en los platos de cualquiera de los mejores Djs. Un cierre de concierto a través de un ultrasintetizado Leeora, que no fue sino una obra de orfebrería elaborada en mis narices que jamás seré capaz de olvidar.
Tras la oportuna y merecida ovación, el cuarteto volvió a aparecer en el escenario para obsequiar al público con dos buenas canciones como son Parasol y The Runner, pero poco o nada importaba ya, pues en el fondo todos seguíamos con la mente en esos solos de guitarra infinitos y la contundente batería de Leeora.
La noche no daba para más, se encendieron los focos y la magia del luminoso escenario poco a poco se fue alojando en el recuerdo de los allí presentes, para, con el dulce sabor de boca que nos había dejado la velada, llegar a casa y volver a poner lo que recién habíamos escuchado, pero esta vez susurrado entre los surcos de un vinilo.
Si no lo pudiste ver, aquí te dejo un playlist en Spotify de lo que fue su concierto, disfrútalo:
Sea and cake @ Scala