En efecto, el primer pensamiento que pasó por mi mente al finalizar el visionado de esta eficaz sátira es lo intimamente ligada que está a la actualidad, en la línea de otras de sus obras maestras como La quimera de oro (1925) o El gran dictador (1940). Porque, si algo caracteriza al cine de este polifacético cineasta -director, actor, músico y productor de muchos de sus films- es su atemporalidad, el no pasar nunca de moda. Es sólo una de las razones por las que Charles Chaplin sigue tan vivo en nuestros días. En el caso de esta sublime película, el realizador se pone en la piel -por última vez- de ese personaje que inmortalizó llamado Charlot, un pobre obrero que sólo aspira a un puesto de trabajo decente y a unas condiciones laborales dignas (o, en el peor de los casos, a simple y llanamente trabajar). A través de unos gags de humor propios de alta comedia (cuando se echa cocaína en la comida pensando que es sal, cuando quita sin querer al amarre de un barco…), el director va narrando una historia en la que los efectos de la crisis de la época se hacen notar: ahí tenemos esa latente desesperación ante la falta de posibilidades laborales, esas manifestaciones de los trabajadores exigiendo ejercer un derecho tan básico como el del trabajo... incluso se llega a hacer referente al consumo de drogas -cocaína- como un instrumento de evasión de la caótica realidad.
Recurriendo constantemente al slapstick -el recurso más utilizado en la comedia del cine mudo, consistente en la exageración de la violencia y del humor visual- Chaplin consiguió con esta magnífica obra, la última de su etapa muda, algunos de los fotogramas más iconográficos desde que se inventó el cinematógrafo. Me refiero, claro está, a esa escena en la que Charlot es abducido por los engranajes de la máquina de la fábrica, en la que constituye una de las más desgarradoras -y sutiles a la vez- metáforas que un servidor recuerde en un film. Imagen a la altura de otras por las que este film es hoy tan recordado, como es el caso del momento en el que es utilizado como cobaya humana para probar un nuevo experimento, por el cual se optimizará el trabajo hasta el último segundo suprimiendo la hora del descanso de los trabajadores (en este sentido no es circunstancial la imagen con la que se abre la película, ese mayúsculo reloj que marca implacable cada milésima de tiempo). En este sentido, este fragmento es quizá el máximo paradigma de esa explotación del empresario -que se aprovecha, además, de la incierta situación económica a la hora de ejercer su función- hacia sus empleados. No son circunstanciales, así, imágenes tan representativas como las mostradas al principio del relato como ese rebaño de ovejas que pasarán a convertirse, instantes después, en personas. Los trabajadores como rebaño, como parte de un proceso industrial en el que no tienen en cuenta su dignidad en ningún momento. Como auténticos ceros a la izquierda.
Fotograma de la película ‘Tiempos Modernos’.Quizá calificar de muda esta película no sea del todo correcto, pues aunque el propio Charlot no dice una sola palabra en todo el metraje -se basta con su brillante gesticulación-, sí que aparece cantando al final del mismo, en uno de los momentos más antológicos de su filmografía. Además, se recurre a los efectos sonoros como herramientas para contar la historia; ahí tenemos los ruidos de esas máquinas, que se antojan como vivas en todo momento. De hecho, la escena a la que antes hacíamos referencia, cuando los engranajes se tragan a Charlot, éstas mismas se erigen como un feroz enemigo que amenaza por devorar todo rastro de especie humana en una sociedad cada vez más industrializada, dominada por la producción en cadena. Asimismo, los gases del protagonista recién salido de la cárcel también son un alarde de estos efectos sonoros con los que el director deja entrever que su etapa del cine mudo ha llegado a su fin; sirve esta escena, también, para reforzar esa condena a la sociedad de esos años gracias a diálogos tan ácidos como el siguiente:
» – ¿No puedo quedarme un poco más? Estoy tan contento aquí – asegura Charlot al ser puesto en libertad, después de pasar unos días en la cárcel y sabiendo la cruda realidad que le espera en el exterior.
– Esta carta te ayudará a encontrar trabajo», le ofrece el jefe de la prisión, conocedor de la situación».
Pero cuando la película alcanza todo su esplendor cinematográfico es a partir del enamoramiento de Charlot de otra pobre muchacha, con la que se inicia una historia de amor que teñirá el film hasta el mismo fotograma final, imborrable. Jugando con la imaginación del espectador, con una banda sonora maravillosa, unos efectos cómicos de alta gama (su trabajo como camarero), Tiempos Modernos se convierte, pues, en uno de los cantos más desgarrados al futuro, al porvenir y a la esperanza que se recuerden y, a la vez, en uno de los mayores puntos de inflexión de eso que llamamos cine, que volvió a tocar techo en cuanto a calidad con este ejercicio de crítica social implacable, con esta obra maestra absoluta